Cómo usar chocolates para sobrevivir a una madre viajera del tiempo
El día que dejé a mi madre en la residencia, descubrí que en lo más profundo de su memoria, todavía recordaba un sabor.

El día que dejé a mi madre en la residencia de ancianos, no paré de llorar. Llevaba seis meses viviendo en mi casa y la convivencia entre ella, Arriety de 7 años y Zoro —un pug cachorro que se convirtió en el centro de disputas— fue insostenible.
Lloraba todos los días. Al despertar. Al bañarme. Al preparar la comida. Hasta cuando me comía un chocolate industrial. Victoria Ruffo estaría orgullosa. También me reía de la situación, pero cada vez reía menos. Si no actuaba pronto, ya no sería solo yo quien sufriría las consecuencias, sino la pequeña Arriety.
Esa mañana, intenté justificarme con la directora de la casa hogar. Explicarle por qué mi mamá ya no estaba pasándola bien conmigo, ni yo con ella. Llevaba seis meses cuidándola. Se había convertido en una completa desconocida y la extrañaba mucho.
Durante el trayecto en el taxi, le expliqué que tendría nuevas amigas. "También hay gatos a los que podrás cargar y fastidiar", le dije en un tono cansado y complaciente, intentando no hacerla enojar. Mi mamá sonreía. Yo sabía que un minuto después olvidaría todo.
Rebusqué en mi bolsa y saqué un trozo de chocolate venezolano que cargaba para soportar su ausencia. Podía tocarle la mano, pero ella ya no estaba ahí.
Le pregunté si quería chocolate. Su cara se iluminó al instante, como si le hubiera ofrecido un millón de pesos. "Claro que sí quiero", respondió con firmeza.
Fue entonces cuando vi algo en ella. En esa mirada descubrí que, a pesar de sus viajes en el tiempo y que su identidad se ha perdido en el pasado, hay algo que aún permanece: el recuerdo del sabor. Ese recuerdo la hizo sonreír como una niña de ocho años en una dulcería.
Mientras ella se lo comía, se me agolparon las imágenes:
El día que probamos juntas una tableta bean to bar que mi hermana Mariela trajo de California. Los momentos en la mesa de la cocina cuando me hablaba del chocolate que mi abuelo les preparaba, ese que pocos en el barrio podían consumir porque era muy caro. Las veces que me acompañó a los mercaditos a vender chocolates en mi breve incursión como chocolatera.
Mientras terminaba su trozo de chocolate, descubrí que en lo más recóndito de su atrofiado cerebro, aún recordaba el sabor del chocolate incluso antes de probarlo. Fue entonces cuando decidí que siempre le voy a dar chocolate, no solo para hacerla feliz, sino para que sea lo último que olvide.
Mi madre tiene 69 años y lleva tres meses viviendo en una casa hogar tras cinco años con Alzheimer. Fue olvidando su pasado, pero los recuerdos de los sabores, las emociones y la empatía aún los conserva.
Podría decir que existen chocolates para sobrevivir tragedias familiares. Pero no. Lo que existen son los recuerdos que se desbloquean al probar un dulce, una comida o un chocolate. Probar de nuevo los alimentos que compartimos nos recuerda el legado que nos dejaron las personas que más queremos en la vida.
Mi mamá nos dejó muchas enseñanzas, incluso lo sigue haciendo ahora en su enfermedad. A mi hermana la animaba a hacer lo que a ella tanto le gusta. “Nunca dejes de pintar” le decía.
Tardé mucho en comprender que lo que aprendí de ella fue lo que le vi hacer durante toda su vida. Hacía lo que le gustaba. Decía lo que pensaba sin temor ni vergüenza alguna. Tenía la firme convicción de ayudar a su comunidad.
Por eso he vuelto a escribir. Sé que a ella le hubiera gustado que yo lo hiciera. Y a mí también.